viernes, 25 de febrero de 2011

Los libros informativos, referentes o de divulgación: estrategia para la comunicación de saberes


Los libros informativos, referentes o de divulgación:
estrategia para la comunicación de saberes
José Manuel Mateo
Los libros se ha ido emancipando de una función que determinaba lo escrito: las grafías y las más antiguas formas de la escritura debían fijar y conservar. Con el paso de los siglos, los libros han invertido este propósito: han servido fundamentalmente para movilizar lo que se sabe y lo que se piensa, para oxigenar las concepciones, para disentir y reformular. Los libros han contribuido a la circulación de los imaginarios y de los saberes, ya sea que los pongan en contacto, los enmienden, los amplíen o los sustituyan. Lo esencial del codex no es la posibilidad de fijar una sola voz que busca universalizarse, sino la capacidad para comunicar, para llevar de un lado a otro del orbe los pensamientos.
La comunicación, unida a los libros, puede entenderse de dos maneras básicas si hablamos de la circulación de las ideas. Primero como intercambio entre pares, como diálogo entre semejantes o entre especialistas que confirman y revisan hallazgos y reflexiones. La segunda como acto de responsabilidad y correspondencia con quienes no piensan como nosotros o no forman parte de la especialidad pero, tarde o temprano, en mayor o menor medida, se verán perturbados o conmovidos por las resonancias que emiten los conocimientos.
Esta segunda forma que asume la comunicación configura de hecho un área que, sin ser exclusiva del campo editorial, sí ha formado parte de su radio de acción prácticamente desde que la imprenta hizo posible la multiplicación de ejemplares o la producción de copias. Se trata de un área sin límites precisos, con filiaciones múltiples y que sólo en tiempos recientes ha comenzado a definirse en nuestro país como una opción profesional en el vasto mundo de la escritura. Me refiero a la divulgación, es decir, al difícil arte de trasvasar contenidos y transfigurar formas complejas o distintas, de modo que éstas resulten accesibles para un grupo mayor, para el lego o para sujetos que en principio son ajenos a esos contenidos y formas que asumimos complicadas o diferentes.
Los antiguos impresores y libreros, y los editores modernos, han incidido de forma capital en el terreno de la circulación de los saberes, ya sea con plena conciencia o de modo indirecto.
En cierta manera, fueron los impresores quienes atrajeron masivamente hacia la cultura tipográfica a las poblaciones urbanas que se configuraron en Europa entre la tercera década del siglo xvi y la primera mitad del siglo xvii (es necesario hablar de Europa porque de allí recibimos la tradición editorial). Mediante hojas volantes y carteles, incluso los no alfabetizados podían integrarse al mundo de lo escrito, gracias a que en los muros de las casas y de las iglesias, en las habitaciones y los talleres, se colocaban volantes, carteles y gacetillas, cuyos títulos, leyendas y comentarios, si no podían ser leídos directamente, sí eran susceptibles de ser interpretados o inferidos merced a las imágenes que tales impresos invariablemente mostraban, o bien gracias a la lectura en voz alta de algún habitante urbano que conocía el abecé.
A las hojas volantes y carteles se sumaron los folletos, que marcaron otro paso en la configuración de públicos urbanos para el libro. A la vez, estas publicaciones dieron pie a géneros escritos y editoriales que permanecen hasta nuestros días: los actuales periódicos amarillistas, que se vocean por la calle con un megáfono rudimentario, sin duda tiene sus antecedentes en esos impresos de ocho o dieciséis páginas que relataban desastres, ejecuciones, milagros, robos y todo suceso desproporcionado capaz de romper con la normalidad de lo cotidiano.
El éxito que tales folletos tuvieron entre la gente de los siglos xvi y xvii, así como un conjunto de acciones de los impresores parisinos para controlar su edición, llevaron a Nicolás Oudot a concebir una colección de libros baratos para el mismo público que se había vuelto asiduo comprador de folletos. Nació de ese modo la llamada Biblioteca Azul. La colección incluyó novelas de caballería, vidas de santos y ciertas obras cultas emparentadas temáticamente con aquel tipo de novelas, diríamos hoy de acción. En un segundo momento, cuando el hijo de Nicolás Oudot se hizo cargo del negocio incluyó en la colección libros de texto y aprendizaje, textos de astrología y obras burlescas.
Esta brevísima mención del nacimiento de una estrategia editorial —descrita y analizada por Roger Chartier—[1] muestra las posibilidades de lo impreso como medio de integración a la cultura de lo escrito, pero, sobre todo, como medio capaz de incidir en la diseminación de informaciones diversas entre la gente. Dichas posibilidades no se han extinguido con la aparición de nuevas formas de transmisión de las palabras y las imágenes. Prueba de ello son algunos géneros editoriales que pueden encontrarse actualmente en las librerías y en múltiples espacios donde se expenden libros. Entre esos géneros hay uno que en cierta forma expresa palmariamente la vocación divulgadora de los editores, la necesaria comunicación de los saberes y los imaginarios, y el nacimiento de un tipo de profesional de la escritura que procura traducir en términos familiares esas ideas y pensamientos que he calificado como complejos o diferentes. Me refiero al libro informativo, eferente o de divulgación.
Como la Biblioteca Azul en su momento, las innumerables colecciones y catálogos de libros informativos se han consolidado como estrategias editoriales que buscan hacerse de públicos entre los que no tienen por costumbre leer libros o apenas se inician en el mundo de lo escrito. En términos amplios, el género pretende:
a)      introducir a los legos en ciertos temas prestigiosos
b)      difundir saberes y prácticas comunitarias y colectivas
c)      iniciar a los niños en la lectura
El último propósito, por sí mismo, constituye todo un género dentro del mundo del libro y es el que, en principio, ha recibido los calificativos de eferente[2] e informativo. Los dos primeros propósitos, por su parte, configuran un ámbito más nebuloso, con propuestas que a veces pueden ser leídas lo mismo por adultos que por jóvenes, si bien se pueden encontrar colecciones dirigidas especialmente al sector juvenil. A estos libros se les denomina más frecuentemente obras de divulgación.
Actualmente los libros informativos dirigidos a los niños son hasta cierto punto subsidiarios de la llamada literatura infantil, de larga tradición en los países europeos y con vida de apenas unas décadas en América Latina (me refiero sobre todo al fenómeno editorial y al surgimiento de escritores dedicados al género, no a la aparición esporádica de obras para niños).
A unos y otros, libros informativos y literarios, los persigue el fantasma del facilismo y la falta de seriedad. Y muchas veces se acusa de los mismos defectos a las obras de divulgación (salvo en los casos en que han sido concebidas por especialistas reputados, sobre todo en el campo de las ciencias). Es necesario mencionar esto porque tales prejuicios son semejantes a los esgrimidos contra todos los productos culturales que se configuran en la periferia. Sin duda habrá propuestas editoriales y de autor mal concebidas y peor acabadas, pero ello no permite descalificar el género ni menospreciarlo. Ante todo, el rechazo o la displicencia de la que inmerecidamente ha sido blanco este tipo de libros (y en especial los dirigidos a los niños) ha impedido ver en ellos la posibilidad de establecer un canal de comunicación, por ejemplo, entre los resultados de las investigaciones realizadas por científicos y humanistas y el amplísimo espacio lector constituido por los niños y sus padres.
Sin duda la divulgación de la ciencia —y habría que decir que ésta no es una sino múltiple y fluctuante— es la que ha recibido mayor atención en los tiempos recientes por parte de los ámbitos académicos y universitarios. Sin embargo, todos los territorios del saber son susceptibles de ser comunicados y hoy más que antes resulta indispensable ocuparse también de los saberes artísticos, comunitarios, deportivos, gráficos, literarios y todos los que sea posible enunciar. La urgencia no nace precisamente de que hoy vivamos, según unos, en la sociedad de la información y, según otros, en la sociedad del conocimiento. Tampoco viene de que en la sociedad actual (al menos los que no debemos sobrevivir con menos de un dólar diario) contemos con medios y posibilidades de comunicación casi instantánea. La urgencia nace precisamente de la paradoja que encierran tales denominaciones de la sociedad y los adelantos que hoy nos permiten ver cualquier lugar del mundo por televisión o comunicarnos por internet; lo que mayormente conseguimos a través de los más vertiginosos medios es apenas un efecto de saber, no un conocimiento verdadero.[3]
Puede argumentarse que los libros informativos y las obras de divulgación impresas cometen o pueden cometer el mismo tipo de acciones a las que recurre, por ejemplo, la televisión e internet en muchos de sus sitios: razonamientos pragmáticos, ejemplos basados en la autoridad, hipérboles y analogías superficiales o que de plano rayan en la banalidad. Sin embargo, hay diferencias radicales entre los medios masivos y los libros: la primera de ellas radica en la imposibilidad de confrontación con fuentes similares; al menos por ahora no hay manera de comparar las realizaciones televisivas ni de diversificarlas de modo que no se vuelvan hegemónicas: la divulgación al modo Discovery no tiene rival por ahora, y la tendencia de los programas alternos es parecerse a este modelo dominante. En segundo lugar, la televisión exige un espectador que no se oponga a la secuencia —narrativa o no— que se le presenta ni al momento en que ésta se transmite. Tal imposición, que sólo en apariencia es puramente logística, va de la mano de la homogeneización y la insubstancialidad de los contenidos.
La diversidad que ofrecen los libros —con todo y que las grandes casas editoriales también tienden a la homogeneización y a la imposición de ciertos géneros—, todavía resulta posible. Las iniciativas de generar obras originales en el terreno de la divulgación ha sido trabajo sobre todo de editoriales pequeñas, cuyos proyectos se han consolidado a veces con mucha fortuna, a veces con menos, pero siempre con una característica en común: a la intención editorial y a la habilidad del divulgador se suma la solidez de las fuentes que configuran el libro, ya sea que se consulte a uno más especialistas o se parta de un original escrito por ellos. Las sucesivas reescrituras, revisiones, correcciones y adiciones van configurado un punto de vista colectivo que no tienen igual en el mundo televisivo donde más allá del guión y del ejercito de técnicos que hacen posible la transmisión pesa la personalidad de quien habla frente a las cámaras o el estilo de la televisora.
Ante la pretendida homogeneidad, la edición de libros de divulgación hace posible insertar una perspectiva local en este tipo de obras. Mediante los libros informativos elaborados localmente es posible llenar necesidades de conocimiento que no interesan a las trasnacionales mediáticas o que soterradamente se busca eliminar. Una perspectiva local siempre será benéfica si no implica el ensimismamiento sino la posibilidad de comprender todo lo que está fuera de nosotros pero nos toca, nos impregna y nos constituye.
Durante un tiempo la traducción e importación de libros de divulgación, sobre todo los  destinados a los niños y adolescentes, cumplió en nuestro país la tarea de llenar un vacío. No contábamos con editoriales ni profesionales en esta área y sólo ocasionalmente las casas que publicaban libros para niños incluyeron en sus catálogos obras de corte informativo. Actualmente no sería deseable mantener la traducción e importación de libros informativos como la opción privilegiada. Sin duda debemos traer a México obras originalmente pensadas en otras lenguas o bien de otros países donde la lengua que más circula es el español, porque sólo en el diálogo cultural es posible una comprensión amplia del mundo. Pero necesitamos darle más espacio a los saberes, voces e imágenes que van creciendo en nuestro país porque ese diálogo entre culturas nos necesita, tanto como nosotros necesitamos de los libros y de todos los demás productos culturales que se generan en otras partes de la tierra.
La divulgación de los saberes por medios impresos como iniciativa de los editores puede ser, junto con otros productos culturales generados localmente, un pequeño pero significativo contrapeso contra el efecto de saber que domina la transmisión de informaciones por medios masivos.
En la tarea de ofrecer libros informativos y de divulgación que contribuyan efectivamente a desarrollar habilidades de comunicación, de diálogo, de oportuno consentimiento y disentimiento necesario, la palabra escrita y la imagen no están reñidas. Muy al contrario, han sido compañeras inseparables cuando se ha tratado de ganar adeptos para el libro y de comunicar ideas y emociones a públicos nuevos (ya se ha mencionado la fraternidad de la imagen y la palabra en los volantes, carteles y folletos del siglo xvi y xvii, y para nadie es desconocido que los libros dirigidos a un público infantil y juvenil se encuentran profusamente ilustrados). ¿Cuál es la diferencia entonces entre los libros de divulgación ilustrados y los programas de televisión? Vulgarmente se piensa que la imagen es mucho más fácil de asimilar que la lengua escrita o que resulta sencillamente más atractiva. La triste divisa de que una imagen dice más que mil palabras es a todas luces falsa: la imagen no sustituye a la lengua, y en el libro esto se demuestra siempre. Escritura e imagen son dos modos de conocer y de expresar los saberes, y cada uno brinda elementos que fraguan la cuarta dimensión que podemos adjudicarle al mundo pensado.
Por un lado, las palabras fluyen más allá de las páginas y aún cuando se llegue a un punto final el texto no termina de constituirse por completo. Se enlaza con nuestras percepciones de la realidad, con los textos leídos y los que están por leerse. Las palabras nos dan la dimensión del tiempo que no puede ser abarcado como totalidad definitiva sino apenas como corriente en flujo constante. Las imágenes, en cambio, se nos presentan inmediatamente como un todo definitivo, como un espacio que en sí mismo contiene todas sus posibilidades de tránsito. Las imágenes son la impresión del espacio capaz de equilibrar el vértigo del fluir continuo y nos impulsan a pensar en un antes y un después de calidad distinta a la que brinda el texto. Es una calidad de lo temporal que se asocia casi siempre con la experiencia propia (o con la falta de ella), que se asocia inmediatamente con nosotros y con nuestra vida.[4] Y esto que Alberto Manguel opina a propósito de las imágenes artísticas vale también para las que nos muestran el espacio exterior o los misteriosos giros del adn.  El espacio y el interior de la materia viva son dos maneras de reconocernos con el mundo y con el resto de la gente.
Los libros informativos ilustrados (y los literarios con ellos) no son más fáciles de leer: convocan al posible lector doblemente y estimulan el proceso conjunto de los sentidos y la actividad crítica. Con este tipo de obras los lectores iniciales y los legos hacen críticos sus sentidos y alimentan la fruición intelectual. Son obras que disponen las potencialidades del lector para caer en la cuenta de que allegarse datos y empaparse con los saberes constituye un ejercicio de libertad que no puede transferirse, y que cuando esto ocurre, cuando endosamos nuestra libertad de conocer a un medio, a un modelo o a una personalidad, sólo podemos pensar en la renuncia de lo que nos hace esencialmente humanos.

Referencias bibliográficas
Carter, Betty, Lectura eferente: la importancia de los libros de información, traducción de Silvia Rodríguez, Venezuela, Banco del Libro, 1999 (Formemos Lectores), 18 pp.
Chartier, Roger, Lectura y lectores en la Francia del Antiguo Régimen, traducción de Paloma Villegas, México, Instituto Mora, 1994 (Cuadernos Secuencia), 101 pp.
Lázaro Carreter, Fernando, “Entre dos galaxias: cultura del libro y cultura audiovisual”, en La cultura del libro, Fernando Lázaro Carreter (coord.), 2ª ed. ampliada, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez-Pirámide, 1988 (Biblioteca del Libro) 410 pp.
Manguel, Alberto, Leer imágenes, traducción de Carlos José Restrepo, Madrid, Alianza Editorial, 2002, 346 pp.



[1] Roger Chartier, Lectura y lectores en la Francia del Antiguo Régimen, pp. 14-36.
[2] Betty Carter, Lectura eferente: la importancia de los libros de información, p. 6
[3] Fernando Lázaro Carreter, “Entre dos galaxias: cultura del libro y cultura audiovisual”, en La cultura del libro, p. 18.
[4] Alberto Manguel, Leer imágenes, pp. 27-32.

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